En los años cincuenta, el padre Gerardo, un sacerdote de gafas gruesas y piel muy blanca, tan blanca como su moral prístina y rígida, llega a ejercer su oficio como evangelizador y párroco a una Barranquilla kafkiana. Con sus modales impecables y un acento de rolo distinguido, el padre Gerardo empieza a conducir a sus feligreses por el “camino del bien”, desatendiendo el consejo de su excéntrico superior quien, en un breve pero intenso recibimiento, le ha sugerido guiar al rebaño con “mano firme, pero suave”. Haciendo caso omiso y en su afán obsesivo por traer el orden a un mundo que no lo necesita, el padre Gerardo no tarda en generar un tsunami de desavenencias y caos cuando insiste en volverse un adalid de una supuesta verdad y decencia que, en estas tierras, no lo es tanto.
El cielo es el límite, por eso el único pecado imperdonable será perderse HOMBRES DE DIOS.